En busca del café. Viaje a Timor Oriental

Alguien está tocando las campanas de la iglesia de San Martín de Oscos esta mañana soleyera de domingo. Sobre la mesa una taza de café recién hecho perfuma el comedor. Asturias tiene mucho que decir en el mundo del café; grandes empresas cafeteras están radicadas en el Principado, y técnicos asturianos con fibras de aventura desarrollan su trabajo en territorios lejanos en los que nace la primera bebida del mundo.

En medio de la ventanilla del avión surgió una isla. En el centro las montañas, y delante, sobre una llanura verde creada por los limos arrastrados desde siglos por las torrenteras, estaba Dili, la pequeña capital de Timor Oriental. El DC-10 blanco de Merpati Airlines, la compañía local conocida por su seguridad preocupante, inclinó el ala derecha hacia el mar, y viró a estribor con la elegancia de una bailarina de ballet para situarse sobre la bahía. Una vez en paralelo con la costa recuperó su posición horizontal y se dirigió al pequeño saliente en el que, allá abajo, cortando la vegetación, se veía la pequeña pista de aterrizaje del Aeropuerto Internacional Nicolau Lobato, de nombre más largo que el tamaño de la terminal.

Timor Oriental, ahora llamado Timor Leste, es una antigua colonia portuguesa que ocupa la mitad Este de la isla de Timor, próxima a Papúa-Nueva Guinea, al Sur de Las Molucas. en las aguas fronterizas del Índico y el Pacífico. Pigafetta, cronista del Viaje de Magallanes, cuenta de la llegada de las naos españolas a la isla el sábado 25 de enero de 1.522. No andaban bien de diplomacia: secuestraron a un jefe indígena, y lo cambiaron por cerdos y búfalos. El poder de la persuasión.

España desarrolla en Timor proyectos de cooperación internacional, mayoritariamente de carácter agrícola, en los que participan como cooperantes ingenieros técnicos agrícolas y otros. Su trabajo consiste en mejorar los conocimientos agroganaderos de la población indígena, devastada por años de violencia.

Al abrirse la portezuela del avión, una bocanada de aire caliente y húmedo de lavandería inundó el aparato. Desde la escalinata resaltaba sobre las palmeras el tejado puntiagudo de color rojo desvaído de la Terminal. Olía a keroseno, y el sol, como un yunque, martillaba los colores. En el área de “Llegadas”, un cuarto de diez por diez con la pintura desvaída y abarrotado de sudorosos viajeros multirraciales, una pequeña cinta transportadora, vomitaba el equipaje, y un aduanero de piel tostada, con uniforme sin planchar dos tallas mayores que las que le correspondían escrutaba el monitor de rayos “X”.

La maleta avanzó en la cinta renqueante hasta quedar debajo de la pantalla, donde aparecieron fulgurantes la impactante rueda de queso de Cabrales y las riestras de chorizos de Tineo que, junto a un buen atado de “Hola” y “Lecturas” y varias bolsas de pipas “Facundo” los cooperantes habían exigido con cierta violencia nacida de la morriña. Pero el aduanero siguió viendo circular maletas impasible.

Agarré la mía, y presuroso me fui. Al otro lado de la baranda metálica, animosa y sonriente como siempre me esperaba Lucía, ovetense de San Claudio, una de las compañeras de profesión en la isla. Tras el abrazo de rigor le comenté extrañado cómo el aduanero había ignorado el alijo gastronómico de mi maleta. “Solo buscan armas” –respondió tranquilamente.

El 29 de noviembre de 1.975, a raíz de la Revolución de Los Claveles, Timor se independizó de Portugal. Pero la noche del día 7 de diciembre un importante número de fuerzas indonesias, transportadas por mar y aire, con el apoyo de Estados Unidos, invadieron Dili, la capital, y en los días siguientes la totalidad de Timor. Tras la ocupación comenzó el genocidio. Miles de personas desaparecidas, cientos de pueblos destruidos con napalm, milicias indonesias apoyando la violencia de los militares. Fueron los años del horror, en los que Timor aparecía con carácter diario en los noticiarios. Ante la repercusión mundial, y gracias al trabajo del Premio Nobel de La Paz, José Ramos Horta y de las negociaciones del Vaticano –la Iglesia tiene importantes posesiones en la isla-, presionados por las Naciones Unidas, en 1.999 Portugal en cuanto antigua potencia colonizadora e Indonesia negociaron la celebración de un referéndum y el posterior abandono del país, alcanzando de nuevo la plena independencia en el año 2.002. No obstante en el 2.006, una grave crisis política trajo consigo la vuelta de la violencia entre diferentes facciones internas con gran número de muertos, lo que obligó a la intervención de las fuerzas de seguridad de la ONU, presencia que sigue en la actualidad.

El vehículo que me trasladó desde el aeropuerto se detuvo en una de las calles principales de Dili. La señal de tráfico era idéntica a las de “prohibido aparcar”, pero en su centro aparecía la silueta en negro de un fusil ametrallador. Las hermosas verjas de hierro forjado que cerraban las fincas de edificaciones coloniales del centro estaban rematadas con alambradas. Por las calles transitaban vehículos de Naciones Unidas. La barra de la cafetería del Hotel Timor siempre tenía un buen número de policías internacionales.

Todo el mundo queda en este hotel; es el mejor de la ciudad, y guarda pleno sabor colonial, como si en el Palacio Presidencial cercano aún residiese el Gobernador general portugués. Diplomáticos, militares, prostitutas de lujo, profesionales, comerciantes de café, cooperantes, sin duda espías, se sientan en los confortables sillones de bambú, aireados por el vuelo bajo de los ventiladores de techo sacados de la película “Casablanca”, que complementan al aire acondicionado, paladeando zumos de sabor infinito, potente café de Timor, o whiski con dos piedras de hielo fabricado posiblemente con agua contaminada, pues así es la de todo el país. Dos porteros autóctonos, correctamente uniformados, abren las gigantescas hojas de cristal de la puerta principal. En el gran comedor camareros indígenas de ropa inmaculada atienden con extrema solicitud las indicaciones de los comensales, bajo la atenta y fría mirada de los tres hijos del dueño, altos, europeos –portugueses-. Los menús, realizados con cocina timorense y portuguesa, son excelentes, y el precio increíblemente bajo –sobre 10 dólares americanos; Timor no tiene papel moneda-. Afuera, el aire recalentado hace recordar que la isla de Timor se encuentra en una de las regiones tropicales con mayor peligro de terremotos y de erupciones volcánicas de Asia, donde el clima tan pronto pasa del sol aplanador a las cataratas del monzón, que anega y destruye las casucas autoconstruidas con materiales de deshecho que nacen apenas unas calles más atrás del Palacio presidencial. Pero los clientes del bar del “Timor”, aparentemente ajenos a estos detalles, saborean un daikiri mientras ven zarpar al otro lado de las cristaleras el barco picado de óxido que une el puerto –al otro lado de la calle- con la deliciosa isla de Atauro. Más allá, en el centro de la bahía, está “Areia branca”, la guapísima playa de Dili adornada con señales que avisan de la presencia de cocodrilos.

Gonzalo pertenecía a la cooperación española. Llevaba muchos años como técnico en el mundo del cultivo del café, un tiempo en Bolivia, después en Timor. Era grande, pesado, amable, y sonreía con facilidad. Manejaba la pick-up por los caminos imposibles del interior de la isla con llamativa seguridad. Él y Lucía hablaban de los problemas de los cafetos, de la dificultad para que los lugareños atendiesen como se debe las plantaciones. Pero ambos estaban de acuerdo en la belleza rotunda de ese cultivo. El paisaje en la montaña es boscoso, y no puede ser más hermoso. Cada cierto tiempo se descubre en un claro un pequeño poblado, en el que las tumbas son mucho mejores que las cabañas de techo de palma. Es debido a la cultura de los muertos. En realidad no mueren, cambian de lugar en el que vivir. Por eso el timorense no caza los cocodrilos que infestan las playas y los ríos; porque son los abuelos reencarnados.

En la parte alta de la sierra una gran tranquera porticada marcaba la entrada a la plantación donde se desarrolla uno de los proyectos de cooperación. Allí nace el café. El camino que llevaba a la casa principal iba descendiendo con suavidad por el interior de la finca, y a ambos lados se observaban los cafetos de Arábica, la mejor del mundo. Con una altura aproximada a la del hombre, estaban cargados de piños de frutos con el aspecto de cerezas. En la misma rama unas eran verdes y otras rojas. Obreros con cestas de palma colgadas del hombro escogían los pequeños frutos, uno a uno, solamente los maduros. Grandes árboles diseminados daban cierta sombra a la plantación, imprescindible para que el cafeto sobreviviera. El pick-up de Gonzalo y Lucía seguía descendiendo hasta una explanada en medio de la gran ladera que desde la cima de la sierra bajaba hacia el mar. Allí estaba la casa, construida hace muchos años por los antecesores portugueses de los actuales propietarios, que son una familia importante en la isla. El edificio era poderoso aunque estaba aún en fase de reconstrucción pues la plantación fue incendiada por los soldados indonesios en los días previos a su retirada. En la galería, desde la que se domina toda la finca, Zelia nos esperaba. La técnica encargada de la dirección de la explotación era una mujer joven, de aspecto suave, con cara de no matar una mosca. Pero tenía que estar llena de fuerza porque vivía allí, única mujer de la finca, y sola habitaba la casa; los obreros –indígenas- vivían en las edificaciones auxiliares de chapa, a los pies de la casona. Y allí no había luz eléctrica ni teléfono.

Al preguntarle si no le inquietaba la llegada de la noche en aquel lugar remoto, respondía con calma: “¿Por què?”. A un lado de la casa, como un testigo mudo de lo que allí sucedió se mantenían las ruinas de la ermita de la finca, en la que se bautizaron, casaron y recibieron los últimos rezos los miembros de la familia propietaria, en los años bonancibles de la colonia. Algo separado estaba el cementerio familiar, en medio de una nube blanca de cientos de flores de estramonio. Donde acababa el cementerio empezaba la selva.

Alguien golpeó con una barra de hierro el disco oxidado de una rueda de tractor colgado de un poste. El sonido se multiplicó por el valle. Era el cocinero avisando de que había llegado la hora de comer. Se veía como los obreros comenzaban a dirigirse hacia la casa. Cada día, después de la recolección, las cerezas se despulpaban, se lavaban, y se extendían a secar en las explanadas hormigonadas del ingenio, en el fondo de la finca. En uno de los extremos se encontraba el almacén, lleno de sacos de rafia plenos de granos ya curados a la espera de ser cargados y trasladados a los almacenes del entrador, a las afueras de Dili, para ser embarcados más tarde con destino a la lejana Europa. Desde la explanada se veía, allá arriba, como el nido de un águila, llena de poderío y de belleza, la casona dominándolo todo. La comida era sabrosa, aunque monótona, pues consistía siempre en carne o pescado muy picante con arroz blanco a modo de pan. Tras la comida y mientras se saboreaba una buena taza de café los tres agrícolas analizaban la marcha de los trabajos. Allí no había televisión; la sobremesa se aprovechaba también para saber de las últimas noticias. Silvia, la técnica agrícola de Lérida, seguía tranquilamente en Maubara con sus proyectos de arroz y maíz. Lo de Luis, ovetense, era más preocupante: Había tenido que despedir a uno de los hombres de la granja de porcino que dirigía. Antes de marcharse, el tipo lo amenazó con cortarle el cuello. Hacía pocos días, al levantarse, alguien había colgado dos perros despellejados delante de la puerta de su vivienda. “Son buena gente –remató Lucía- pero cuando se enfadan son algo violentos”.


Carlos Fernández.